En el marco de Conurbanos y
géneros: el papel de las mujeres y las disidencias sexuales en las narraciones
del conurbano bonaerense, una de las mesas sobre Literaturas y Conurbanos: entre lo local y lo global, organizado por la Universidad Nacional A. Jauretche con apoyo de otras instituciones y programas, lo que planteé fue El
conurbano y lo femenino como liminalidad; el rol de la tierra en la
construcción identitaria, o dicho de otro modo, como la figura de Cometierra,
protagonista de la novela homónima de Dolores Reyes se construye, al igual que
el conurbano, como una figura liminal, ambigua.
Ambos compartirían
cierta idiosincrasia en la forma en que son llamados. Sus apelativos son
generalizadores, ocultan las particularidades y potencialidades que poseen sus
nomenclaturas son una especie de manto que los estigmatiza, y sin embargo “lo
único cierto es la Tierra” dice la obra. Por eso, antes de continuar querría
hacer algunas aclaraciones.
¿Cómo leer al Conurbano?
En “La lectura manifiesta: de la
adaptación a la reescritura” de Cipriano Arguello Pitt, el autor se pregunta “¿Qué
es leer?” y responde:
“Leer es ya una puesta en escena, un recorte que imprime un
sentido, y también sabemos que no hay una manera correcta de leer. Leer es
imaginar, inventar, proyectar. Sin embargo, en la lectura podemos acercarnos a
la propuesta de otro. El problema de la lectura radica en la escucha. La
escucha como el espacio donde emerge el sentido de lo inesperado. De lo no
sabido. Por esto, desde mi postura, leer es en cierta manera conectarse con el
imaginario de otro, o mejor: con otro imaginario. Leer implica una toma de
postura frente al texto y a su sentido. La escena a crear es la posibilidad que
deviene de la lectura del texto. Eco, en Lector
in fabula (1987), señala que “un texto es un mecanismo perezoso (o
económico) que vive de la plusvalía de sentido que el destinatario introduce en
él”. Todo texto está incompleto, no sólo los teatrales. Todo texto presenta
espacios en blanco, ningún texto puede decirlo todo (…)”
Al leer esto no pude más qué pensar
en el conurbano bonaerense y la forma en que es leído y transcripto, reescrito
y actualizado, y nuevamente, reformulado por los actores sociales que viven en
él o que lo contemplan a la distancia. Es decir, es un espacio cuyo sentido
pareciera verse incompleto y es a partir de los medios de comunicación, de
cierto imaginario popular y colectivo que se le van atribuyendo diversos
significados y formas de leerlo.
Hernán Vanoli y Diego Vecino
sostienen que el conurbano está fuertemente invisibilizado incluso en aquellas
obras que tienen como eje lo urbano y que aluden a él, en otras palabras, que
la hegemonía de la capital ocluye la posibilidad de procesar narrativamente ese
espacio limítrofe con ella que está compuesto por 24 municipios y 181
localidades, cada una con sus características y problemáticas particulares.
Asimismo, muchas veces las zonas
suburbanas y las personas que las habitan, son pensadas en términos de margen
¿margen con respecto a qué? ¿a la zona metropolitana? ¿No sería más factible
pensarla como centro dado que está en el espacio medio entre lo rural y lo
urbano? ¿Cómo leer, entonces, este espacio? ¿Cómo nombrarlo? ¿Cómo contarlo?
Entre el utópico country y la
distópica villa hay un sinfín de grises, de capas de pintura y planes de
urbanización y rescate social y acción social y solidaria y más planes
económicos y políticos y etapas migratorias y discursos mediáticos y clasistas
y xenófobos y racistas, capas y capas de signos que buscan llenar lo que ya
está lleno.
La selección del término
“invisibilizado” por parte de Vanoli y Vecino no me parece casual. Desde lo
geográfico y desde lo simbólico el conurbano se yergue como un espacio de transición;
sus puentes y ferrocarriles que cruzan ríos y autovías enfatizan el aspecto de
pasaje del territorio suburbano, que, además, literariamente, está
subrepresentado. El prefijo sub- pareciera cubrir este espacio de sombras
escondiéndolo o impidiéndole mostrarse con claridad. Ante la imposibilidad de
una percepción totalizadora de la complejidad de esta área, los vacíos
esperando a ser llenados de sentido por quienes decidan mirarla son múltiples.
Es por esto que se puede pensar al conurbano bonaerense como una zona liminal.
Desde la antropología, Víctor
Turner describe a la liminalidad como la transición de un individuo o grupo
social de la visibilidad a la invisibilidad estructural y el retorno de la
invisibilidad a la visibilidad estructural. Esta fase liminal de los rituales
de pasaje suele pensarse como carente de insignias o propiedades sociales donde
la ambigüedad y la paradoja son la propiedad predominante; a su vez, lo liminal
es la fuente del rechazo a lo establecido, pero al mismo tiempo su aceptación y
(re) construcción, y aún más, dice el autor británico, es el reino de la
posibilidad pura, de la que surge toda posible configuración, idea o relación.
Siguiendo esta línea de pensamiento, el Gran Buenos Aires es, entonces, un
espacio ambiguo y lleno de posibilidades a medio camino entre lo rural y lo urbano,
entre lo establecido y la novedad, entre lo real y lo mágico.
Creo, entonces, que una de las
lecturas más acertadas acerca del territorio es construida en la obra de
Dolores Reyes, Cometierra. Una novela
en la que el conurbano es travesado por una figura que empatiza literalmente
con la tierra que habita y que además posee características de margen y
transición articulados de una manera compleja: una mujer joven y pobre. En una
entrevista para el diario El salto, le
preguntan acerca del carácter ideológico de su novela; a lo que ella responde:
Es una novela y punto, hay una ficción, una
trama, personajes muy fuertes, y lo que hace es decir aquí está pasando algo y
tiene que ver con la vida de las mujeres, de los jóvenes de los barrios... yo
no voy a decir marginados, porque donde transcurre la novela el 55% de los
niños están por debajo de la línea de pobreza, eso no es un margen: es correr
el foco de la zona privilegiada y poner el foco en el lugar donde transitan y
viven los adolescentes y la juventud reales.[1]
Las
mujeres, los y las jóvenes y la pobreza tienen en común la invisibilidad
estructural.
¿Cómo leer a Cometierra?
Agrandes rasgos la obra trata de
una joven que a muy temprana edad pierde a su madre a causa de un femicidio a
manos de su padre. En ese momento no sólo pierde a quien le ha dado la vida,
sino que también pierde su nombre.
En Cometierra de Dolores Reyes la protagonista no tiene nombre. Es una
chica que podría ser cualquier chica del conurbano bonaerense, pero también es
una chica que ha sido despojada de su identidad. En palabras de la autora:
“El personaje principal, Cometierra, se
define por la voz de los otros en torno a su don, que es un don y un estigma.
Es la voz de los otros la que la llama Cometierra. El nombre refiere su don,
pero lo acompaña un estigma que pesa sobre la casa y sobre todos.”[2]
Al igual que la tierra que habita
podríamos pensar que queda subrepresentada. Pero más allá de eso, queda en un
estado liminal de transición, ha perdido sus marcas identitarias y debe
recorrer un largo camino hasta lograr recuperarlas. Pero en ese estado liminal
adquiere una habilidad. El don mencionado en la cita: puede ver que lo “ve” la
tierra. Es de esta manera que ve cómo el padre mata a la madre, y es la manera
en que hallará a aquellas personas que son buscadas por otras.
Ahora bien, si nos centramos en la
habilidad de la protagonista de la historia, ella tiene una pica: come tierra.
La tierra, en la obra, es la depositaria de la Verdad. La tierra ve, siente y
sabe todo. Pero lo que más experimenta es violencia. La tierra suburbana es
testigo de la violencia ecológica, de la violencia institucional, de la
violencia social y, dentro de esta, de la violencia de género que, quizás, en
realidad englobe a las demás, porque la Tierra es femenina.
Desde tiempos inmemoriales y en
distintas culturas es “la madre Tierra”, la Pachamama, Gea, Gaia… No es casual,
entonces, que la protagonista sea mujer. La geofagia de la protagonista la
lleva a un trance místico, casi chamánico y aun así separado de lo esotérico de
otras prácticas que están presentes tanto en el imaginario como en la realidad
del territorio (como las maes umbandas que se autodenominan “brujas”). Por
medio de la ingesta de tierra el personaje entra en comunión con ella. Ve y
experimenta lo que la tierra vio y experimentó. Es un momento íntimo, de madre
e hija, de empatía puramente femenina, de la madre que busca a sus hijos e
hijas más allá del tiempo y las fronteras. Y esto sólo es posible porque en el
conurbano, el tiempo y el espacio se desintegran rápidamente, son borrosos e
imperceptibles. Esta idea maternal de la Tierra se puede ver en distintos momentos:
“. Pude, estando sola, sacarme las
zapatillas, sentarme, pasar la mano por la tierra, volver a sentirla en mis
piernas. Devolver, por un rato, mi cuerpo al suyo.”
La tierra, en sentido literal y
metafórico, se vuelve parte constitutiva de la identidad de la protagonista. Es
así que en varias oportunidades la narradora manifieste su disgusto ante el
alejamiento de la tierra:
“El suelo era de cemento. No había
plantas de verdad, sólo unas horribles de plástico. Tuve la impresión de que
nunca había estado tan alejada de la tierra. No me gustó.” (pg 32)
“Cuando salí a mi terreno el sol
pegaba lindo. Hacía que todo se viera más verde. Me gustó. Me olvidé por un
rato de que tenía hambre. No sólo la tierra olía, las plantas también. Mientras
caminaba, respiraba tratando de que ese olor se me metiera en el cuerpo. (…)
Miraba tanto mi casa que me di cuenta de que me costaba dejarla (…)” (Pg 69)
El problema del nombre
En La mujer fragmentada: historias de un signo, Lucía Guerra asigna
cierta correspondencia entre el espacio geográfico para con las relaciones de
poder patriarcales. Así como también entre el desplazamiento de la procreación
hacia la capacidad de nombrar como fuerza creadora de vida dentro de las
religiones:
“Si, en la divinidad femenina, se
conjugaban la creación y la procreación, en el proceso de un pensamiento ahora
abstracto, la actividad masculina creadora de un dios masculino se empezó a
simbolizar por ‘el nombre’ y ‘el soplo de vida’ que anuló lo concreto biológico
y fue concebido como algo completamente diferente de toda experiencia humana”
(pg 34)
Desde esta perspectiva, Cometierra
como personaje femenino huérfano de madre, abandonado por su padre y por su tía
nombrado por los otros y no por sus progenitores o por sí misma, queda fuera de
lo esperable, se yergue ella misma como territorio de disputa y de
reapropiación de una feminidad perdida, la deconstrucción de una jerarquía de
valores y la construcción de un poder emancipador.
El empoderamiento surge cuando ella
misma, al final de la historia decide darse a sí misma un nombre. Desplaza este
poder que le es ajeno, al que ha enfrentado en el Corralón Panda tras
encontrarse con un padre que la rechaza tanto a ella como a su hermano.
Cometierra, tras un largo peregrinar, está preparada para volverse visible,
para hacerse cargo de su poder, para hallar una nueva estabilidad. Como si
fuera una epifanía, encuentra en un grafiti la verdad que necesitaba:
Me frené. Di unos pasos hacia
atrás para poder ver de más lejos todo junto: «Podestá es tu tierra»
Y tras
tragar tierra nuevamente, como si fuera una especie de ritual personal expresa:
“…Respiré profundo, todavía sentía
la tierra en la boca, pero no volví a cerrar los ojos. Miré de frente la noche
a través de la ventanilla del bondi. Largué el aire despacio mientras pensaba,
de nuevo, en la tumba de mi vieja, en la de al lado, en Ezequiel y yo
escabiando como si se acabara el mundo. «Ezequiel», dije, y pensé que yo
también quería, ahí afuera, un nombre para mí.”
En el prólogo y la primera parte
del libro se puede observar la evolución del poder de Cometierra, el pasaje
desde una aparente debilidad, desde la vergüenza, el rechazo y el dolor, hacia
la consolidación de una fortaleza interna, la conquista de un espacio y el
reclamo por un lugar en el mundo. En la frase que cierra el primer capítulo de
la segunda parte, casi como una declaración, concluye: “La casa no sé. La
tierra, debajo de todo eso, era mía.”
Entre el basural, el cementerio, el cañaveral y la feria
En esta primera aproximación a la
obra de Dolores Reyes, podemos ver cómo la construcción espacial de la obra va
de la mano de la construcción de los personajes que habitan ese espacio. En Cometierra, los espacios están teñidos
de olores, de sabores, de texturas que parecieran querer sacar de lo
imaginario, de lo irreal al conurbano, darle forma consistencia, hacerlo
emerger de su zona liminal, convertirlo en un lugar de llegada y no de
tránsito.
No obstante, lo mismo ocurre con
las víctimas y con la protagonista. Las víctimas, que son rápidamente dejadas
de buscar por la policía, rápidamente olvidadas por los medios tras una nueva
primicia, que se apilan en forma de botellas llenas de tierra en la casa de
Cometierra y el Walter, pueden obtener consistencia y materialidad, tras ser
revelada su historia, entender sus motivaciones, conocer por quiénes fueron
queridos y aspectos de su personalidad, pueden emerger de las sombras y salir
de la incertidumbre y la ambigüedad de la desaparición.
En este mundo de dolor, empero, hay
esperanza y alegría. La certeza trae aparejada la tranquilidad de quienes
buscan. El dolor permite valorar aquellos momentos y experiencias gratificantes
que por más sencillos que sean se nos revelan como la prueba fehaciente de que
estamos vivos y vivas: algodón de azúcar, un beso, un aroma, un amor, un
nombre.
Luego de leída Cometierra, es imposible pensar a los suburbios capitalinos como
una mera zona de pasaje o como el escenario de un Western. Una vez leída la obra, la zona aledaña a la capital se
vuelve una zona con identidad propia, de luces y sombras, de naturaleza y
cemento, y se vuelve la gente que la habita.
A modo de cierre: La pica, entre la carencia y la falta
Ahora
bien, si nos centramos en la habilidad de la protagonista de la historia, ella tiene
una pica: come tierra. Desde la psicología y desde otras disciplinas, la pica se asocia a la carencia o falta, ya sea de nutrientes específicos o de afecto. En la novela, la tierra se introduce a partir de la pérdida de la madre biológica.
La protagonista es chiquita, acaba de morir su madre y ella quiere que la
entierren en la tierra, valga la redundancia, de su casa y no en la de un
cementerio. Finalmente, la llevan al cementerio y la protagonista traga tierra,
y entre padrenuestros, caprichos, solidarizados y chusmas conocemos la primera
visión: la tierra envolviendo al cuerpo de la madre como los golpes del padre.
La segunda vez que se nos muestra
al personaje comiendo tierra es cuando desaparece la seño Ana a quien ella
quería mucho. Tras la desaparición de su tía y su padre no aparece un genuino
interés por “preguntarle a la tierra”, como dice ella, dónde están. Su hermano
rechaza la idea, y quizás, en algún punto, es un rechazo a hacia ella. Pero
tras la pérdida de Ana, la protagonista ingiere tierra y descubre su paradero.
El vínculo afectivo entre la protagonista y la tierra se afianza. La tierra las
cuida, pero ambas lloran a esas mujeres víctimas de la violencia estructural
que recubre al territorio.
A partir de este momento aparece
otra vez la paradoja. La joven es temida y rechazada socialmente porque “los
vivos no ranchan con los muertos”, pero, a su vez su don es deseado. Vecinos y
vecinas llevarán a su puerta botellas, latas y recipientes de todo tipo con
tierra asociada a personas que han perdido con la esperanza de que sean
encontradas o que se les dé una certeza acerca de lo que les ha ocurrido. Ella,
liminal, vaciada de identidad, marginal, borrada, es puente entre distintos
mundos: entre ricos y pobres, víctimas y victimarios, vivos y muertos. Ella es
pura posibilidad, pura incerteza, pero pura esperanza.
Al inicio de la novela, la
narradora, ya adulta, sentencia con respecto a la tierra: “Antes tragaba por
mí, por la broca, porque les molestaba y les daba vergüenza. Decían que la
tierra es sucia y se me iba a hinchar la panza como a un sapo. […] Después
empecé a comer tierra por otros que querían hablar. Otros, que ya se fueron.”
Los otros también son espacios
vacíos, espacios en blanco a la espera de ser leídos, de ser escuchados, que su
sentido y, por lo tanto, su existencia, se reconstruya y se reconstituya. Tal como
dice Arguello, es la escucha como espacio donde surge lo inesperado y lo no
sabido, y yo agregaría también, lo negado, lo que se sabe y se trata de
rechazar. No sólo Cometierra siente la falta, a todo el mundo le falta algo, y ella traga tierra por quien haga falta.
La historia de Cometierra realmente podría pensarse como el paso de la niñez a la
adultez, cual si fuera una bildungsroman,
aunque pensada desde el aspecto ritual y teñida de cierto valor esotérico, casi
religioso, sobrenatural, se la podría enmarcar dentro del realismo mágico o el
fantástico.
Cometierra es una obra que, desde el género literario, también se
presenta como liminal, como una zona de pasaje. Atravesar la novela implica un
cambio de estado en los lectores y no sólo en sus personajes.
La novela, desde la empatía y un lenguaje
muy particular, nos lleva a reflexionar sobre muchísimos temas. Quizás en este
análisis todavía queden temas pendientes como la sexualidad y la maternidad o
qué implica pertenecer a un lugar o no. Por momentos la obra se nos presenta
desgarradora pero también, esperanzadora. La última visión de Cometierra
también incluye una vida nueva, la posibilidad de retornar al hogar y de ser
feliz y, quizá, nos interrogue acerca de qué nos falta a nosotros y a nosotras.
Agustina Argiz
Bibliografía:
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CORTÉS
ROCCA, P. (2016). “Variaciones villeras: nuevas demarcaciones políticas”.
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Cuarto Propio.
GORELIK,
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JACKSON,
R. (1986). Fantasy. Literatura y subversión. (2da. ed.) Buenos Aires, Catálogos
editora
Turner,
V. (1988) “Capítulo III: liminalidad y communitas”, El proceso ritual. Estructura
y antiestructura, Taurus, Madrid
VANOLI
H., Vecino D. (s/d). Subrepresentación del conurbano bonaerense en la ‘‘nueva
narrativa argentina’’ (16), 259-274.
URL:
https://www.elsaltodiario.com/literatura/dolores-reyes-cometierra-novela-feminicidio
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